jueves, 30 de octubre de 2014

HIRSUTA por Humberto G.



Decía no creer en la depilación como si la cuestión fuera el creer o el no creer. Resultaba divertido pensar en ello como en un dogma. Ella lo declaraba como un derecho de la mujer, como una protesta, como una reivindicación de la naturalidad femenina.
Todo en ella era reivindicación, incluso su mirada; se reía como sorprendida de que lo que dijera uno fuera gracioso; se reía, además, con naturalidad. Como no podía ser de otra manera.
El pequeño mechón denso, como grama negra, de su axila era un hermoso acumulador de un perfume intenso rayano en lo ácido pero que con el tiempo llegué a buscar intencionadamente. Ella se acariciaba aquel mechón riendo no sé muy bien por qué.
Sus piernas parecían cubiertas de una media negra, irregular,  suave, esponjosa, que ni acariciando a contra vello resultaba áspera. Una pelusa que también tenía debajo de la nariz si se acercaba uno lo suficiente para apreciarla. De lejos parecía una sombra.
Su vello púbico arrancaba debajo del ombligo como “un reguero de hormiguitas” que bajaba abriéndose en un abanico que no permitía vislumbrar su sexo carnoso. Por detrás, cuando iba al baño, podía verse de espaldas la espesura entre las piernas, a contraluz, al levantarse de la cama.
Ella era cortante, infiel, sensual y altiva, utilizaba mucha saliva en sus besos y era carnal cariñosa y besucona. En la intimidad, enamorado profundamente de su piel blanca y su naturalidad femenina, me acercaba a su oído y le llamaba: mi hirsuta.
-Tengo pelo en todos los sitios donde se puede tener –dijo un día distraída, al principio, cuando salió por primera vez el tema y no había visto aún casi nada, el vello era entonces una promesa.

Y es que toda la experiencia sexual con ella se basó principalmente en aquella inquietante diferencia, en ese mostrarse ella tal como era, sin contenerse en nada, y ese ser suyo tenía en el vello su estandarte y se convertía cada vez que nos enredábamos en protagonista de todo aquello tan salvaje, tan ensalivado, tan interrumpido por las hebras de vello en los labios, tan perfumado, tan íntimo porque la intimidades eran más escondidas por estar cubiertas de vello.
Hirsuta en mi recuerdo, o el amor salvaje.

sábado, 18 de octubre de 2014

FASCINACIÓN por Martini


Entró sigilosamente en la alcoba, apenas había luz
y la estancia destilaba un delicado aroma a flores.
Pensó que aún no había despertado.
Quiso convertirse en el guardián de sus sueños,
 y por un momento se colocó ante su cuerpo que era un poema desnudo escrito,
 placenteramente, entre las sábanas de seda.
No quiso romper la magia y el encanto de aquel instante.
La tentación de su piel de almendra era tan poderosa que se entregó
al extasiante recorrido de sus manos
y a la danza de su lengua mientras dibujaba trazos lujuriosos por todo su cuerpo.
Ella humedeció sus labios y saboreó la pócima de sus besos,
mirándole a los ojos leyó, en el brillo de sus pupilas, sus pretensiones.
Y así, fascinada por su olor y por sus caricias tan ardientes,
dejó la miel de su boca sobre su piel, mientras sentía enloquecer
cuando él alcanzaba el edén más exquisito, hasta hacer que estallara
el torrente de sus jugos más íntimos y secretos.

jueves, 2 de octubre de 2014

LA BOFETADA por Humberto G.



Le rompí las bragas, no sé yo en que estaba pensando, pero se las rompí. Las cogí por los lados y tiré con fuerza. Me sorprendió la fragilidad de la tela y como cedió ante mi apasionado impulso. A ella no le gustó nada, “¿Qué haces?” con ese tono tan desagradable que ella utilizaba y me dio un bofetón. Esa escaramuza nos excitó muchísimo. Así, sin querer, empezó todo.
Como en un pacto no preestablecido nunca comentábamos lo que hacíamos a la hora de follar. Esos momentos los manteníamos latentes dentro de ese espacio que era nuestra sexualidad. Supongo que para expresarnos libremente cuando llegara el momento, para  que ninguno de los dos se pudiera sentir coartado a la hora de expresar su deseo. Tampoco hablamos de las bragas ni de la bofetada.
La siguiente vez le pedí que me pegara otra vez, durante la refriega, abstraído porque ella sudaba y apretaba los dientes, “Pégame” y me pegó con todas sus fuerzas. Nos corrimos a la vez.
No tardó en pedirme que le escupiera. Eso abrió una puerta que quizá, visto con perspectiva, nunca debimos abrir. Sin darnos cuenta estábamos exprimiendo nuestra sexualidad al máximo: “Escúpeme”. Supongo que las palabras, el tono imperativo, también hacían mucho.
La pequeña violencia se convirtió en una compañera inseparable aunque, en verdad, no queríamos. Sé que ella pensaba igual que yo de modo que durante un tiempo, ya conscientes del problema, iniciábamos nuestros escarceos con mucha suavidad, con mucho cariño, con besos y caricias pero de repente se le escapaba a ella un mordisco en el labio “Ay, perdón” o a mí un cate en su culo y volvíamos a empezar.
Como con todo pecado tendimos al exceso porque la dosis que necesitamos cada vez para conseguir el mismo resultado, iba siempre creciendo. La vida misma. El peligro no era el punto en el que estábamos sino donde podríamos llegar si continuábamos así.
Por primera vez hemos hablado de ello porque esto se nos va de las manos.
Le digo que ojala no le hubiera roto nunca las bragas.
 Ella me responde que ahora eso parece un juego de niñas.