Compartir la
habitación con una extraña siempre puede traer consecuencias imprevistas. Lo
pude comprobar hace ya tiempo en lo que llamo mi primera madurez, o última
juventud, tiempo en el que todavía no me había acomodado a las rutinas y las
bellezas de la cama propia, la habitación serena y las sábanas de hilo blanco.
Viajaba sin maletas en aquel entonces y sin lugar fijo de residencia, por un
tiempo. Solo y sin saber casi nada de la vida, en fin.
Acabé aquel día en
un albergue y en una litera mal llamada. Tenía barrotes como de cama de
sanatorio que había visto en películas de guerra. Recuerdo que pensé que sólo
quedaba que apareciese la enfermera hermosa con cofia y uniforme celeste. Era
un romántico (no sabía nada de la vida).
Una larga caminata
buscando no me acuerdo qué me tenía reventado así que no me dio ganas más que
de desvestirme y acostarme en la cama de arriba de la litera en aquel cuartucho
vacío. Un albergue vacío, la noche, el cansancio: me quede dormido enseguida
(era joven).
A media noche, sin
embargo, me despertó un ruido. Alguien entró con cuidado en la habitación, se
desvistió en la oscuridad y se metió en la cama de debajo de mi litera. Con el
rabillo del ojo, semidormido, no pude, sin embargo, evitar cerciorarme del sexo
de mi acompañante, por si acaso. Con extrañeza y regocijo vislumbré la forma de
unos senos y con ese pequeño robo que me pareció una suerte deliciosa, me
adentré en un sueño consolador, hasta cierto punto maternal, y quedé otra vez
dormido.
Me desperté de
nuevo, no sé si pasó mucho o poco tiempo porque lo pasé dormido y la luz no
había cambiado. Un sonido fue el causante de esta nueva interrupción. Un
sonido, o una queja... un suspiro o un gemido... :todo ello unido quizás. Mi
compañera de litera se estaba masturbando.
Intento hacer
memoria. Hago memoria desde entonces para rescatar todos los detalles, para
completar el cuadro en toda su cruda y obscena realidad. Era joven y audaz pero
mis vivencias eran limitadas y la masturbación femenina era todavía un concepto
teórico muy lejos de ser un hecho desvelado, claro, vivido.
Intento recordar
aquella escena y ya no sé qué es realidad y qué imaginación. Ella resoplaba
como si de dentro surgiera un vaho que pudiera llegar hasta mi: visible; como
un rugido sordo pero audible. Notaba acercarse, como una locomotora, la
velocidad, porque la respiración era cada vez más rápida, y la litera sufría ya
un mecerse que parecía el de un palio de mi tierra. Recordé mi tierra en aquel
momento, y el recuerdo me resultó incómodo. Miré, sí. Me asomé. Pero sólo un
poco. Si no le importa hacer ruido ni tampoco mover la litera, no le importaría
que mirara. Desnuda, de cintura para abajo (una camiseta blanca), se contoneaba
encima de la cama, con dos dedos, el índice y el medio de la mano derecha,
metidos hasta la empuñadura (otra vez me acordé de mi tierra, un par de semanas
después que la otra vez), la base, quiero decir de sus dedos. Como un amasijo
de vello suave, esponjoso, voluminoso, que se veía subir y bajar al compás de
un chapoteo, que ya se oía, su rugido, cada vez más fuerte, y el movimiento de
sus dedos y sus caderas.
El tiempo no existe
y la sonrisa no debe existir en ciertas circunstancias. Nunca me he puesto más
serio que en ese momento, y tampoco recuerdo el tiempo que duró. De todas
maneras el recuerdo hace de aquel momento algo inmortal o tan mortal como yo
mismo.
Yo no hice nada. Ni
con ella ni conmigo mismo.
Se corrió
salvajemente: gritando. Se tapó con la sábana y se durmió después de susurrar:
-Buenas noches.
-Buenas noches
-contesté con un sonido casi inaudible en medio de un silencio sobrecogedor.
No acabo de
asimilar que podía mover a una joven a deleitarse consigo misma en aquella
estancia, en circunstancias tales. Con un hombre que no conocía de nada
durmiendo encima, en una litera inmunda. Un acto de exhibición salvaje como
nunca he visto.
Para cuando me desperté ya se había ido. Había dejado las
sábanas allí, hechas un desorden, miré las sábanas y de sus arrugas parecía
emanar un olor dulzón y agrio a la vez, un olor casi visible, el olor de la
obscenidad.
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