Su cuerpo yacía totalmente
desnudo, en una integridad cuya calificación parecía responder a un eslogan
publicitario de blandas revistas pornográficas para caballeros bienpensantes.
Sus ojos se perdían en un infinito apenas consolado por el recuerdo del placer
vivido. Infinita era su quietud, una eterna línea curva sobre las sábanas
contritas marcada por la elegancia de sus caderas y la relajación de unos
pechos que confesaban haber vivido unas durezas casi inconfesables. Arrugas de
seda surgían de una mano aferrada a la vida que sobrevivía en el rojo de sus
uñas o a la humedad que mantenía la otra mano sobre el calor descendente de su
pubis. El rojo de sus labios se batía en retirada ante la frialdad triunfante.
El marfil de sus dientes parecía expandirse por su rostro. El frío de la noche
acompañaba la escena. Las sombras de la habitación hacían enmudecer el recuerdo
de jadeos suplicantes y de secreciones incontrolables. Yacía su cuerpo desnudo
y ya nada era igual. Se cerraban sus ojos y se cerraba su sexo, se dormían sus
deseos y se dormía hasta el instante. Y ya nada era igual. Y ya no gemían
gargantas, paredes, ni sábanas. Y ya no pedían más. Y ya no había alma en un
cuerpo hecho para el placer. O sexo, o nada. Alma desnuda, ya sin sentido, desnuda
a los pies de la cama desnuda de la desnuda habitación…
- Colega, vámonos de aquí. Va a ser verdad eso que dijo de que se moría
de gusto…