martes, 26 de octubre de 2010

A QUESTION OF TIME

“Llevamos la vida en traje de reloj”. No sé quién coño dijo la frase, pero se me vino a la mente cuando aquel sudoroso recepcionista del hotel nos cobró la habitación por anticipado. Me adelanto al tiempo, dijo el cabronazo. Tiempo de placer, pensé, aunque corto me lo fiaban. Tiempo pagosá, dijo ella, aunque su sentido del tiempo distara mucho del nuestro. Ella era así: muy juguetona, algo jaquetona y con recuerdos de la jinetera que, tiempo atrás, muchos decían que fue. Así era Juana la Correcaminos, campeona de atletismo, un apodo de doble sentido proveniente de un tiempo lejano. El tiempo que no me sobraba. Yo soy de los de hecho y por derecho. De los que mete mano directa y de los que palpa donde haya. Y no me gusta correr. Aquel enorme pandero reventón, aquel tanguita a punto de estallar y aquellos pezones generosos merecían mi tiempo y el del mundo… Mundo, demonio y carnes mulatas tensadas a golpe de cronómetro y de nuevas marcas. Como la marca de récord que llevábamos: ella en posición de salida, con la mirada al frente y hasta el último músculo de sus piernas en tensión. Yo por detrás… No en el tiempo sino en la postura. Una carrera de fondo. Con ritmos y pulsaciones acompasadas: las de sus pezones bailando ante cada acometida. Cadera, nalga, cadera, nalga, Delante, detrás, delante, detrás… Yo que no alcanzaba a llegar y el tiempo que me alcanzaba a mí… Pasaban minutos y hasta horas. Del medio fondo a la larga distancia. Sudaba hasta mi último poro. Cronómetro por montera y la meta que no llegaba. Y eso que estaba a punto. Podía intuirla en el horizonte. Tiempo al tiempo. Sudores aparte. La foto finish la hizo el puto recepcionista llamando con fuerza a la puerta en el sprint final. No olvido sus palabras:

- No es cuestión de correr… se acabó el tiempo, dijo con su estúpida voz.

- La cuestión es correrse, pensé para mis adentros.

- Mi amol, el tiempo es la cuestión, me escupió entre jadeos la atlética Correcaminos…

Aquel día comprendí por qué a mi santa esposa no le gustan las Olimpiadas…

jueves, 21 de octubre de 2010

De profundis

La maestra de novicias me enseñó que hay misterios dolorosos, gloriosos y gozosos. La primera visita nocturna de aquel ser alado fue, sobre todo, un misterio. Nuestra común unión pasó por un rosario de sensaciones: del dolor al gozo y del gozo a la gloria. Cada atardecer mis expectantes vísperas del gozo terminaban en la gloriosa plenitud de completas. Pero hoy no ha habido contemplación. Con gesto de enfado madre abadesa me ha enviado a mi celda tras el rezo. Maternalmente ha señalado misteriosos restos de humedades en mis hábitos. No recuerdo que hoy trajera alas el ángel...

lunes, 18 de octubre de 2010

FACTICIUS por John García

En el argumento extenso de la siesta, me despertó la voz de un señor explicando la inalterable jerarquía de las hormigas. Éramos varios los que disfrutábamos a trozos de aquellos sofás y manteníamos el mismo denominador común, el cansancio de una importante resaca. En el dilema de este señor entre singularidades de las diferentes familias de los insectos, mi sed aumentaba con tanto color terrizo en la pantalla y no me quedaba otra, apartar con suavidad a Ana y arrastrar mis pies que aprisionaban brazos y piernas de Carla y Oscar hasta salir del sofá. Es increíble como un estado de post-embriaguez puede dejar cao al cuerpo humano hasta la no molestia de ningún tipo de ruido o movimiento, estoy seguro que si estuviera cayéndose el techo, aquí nadie movería una pestaña para pedir auxilio. Con mis pequeñas dificultades al disminuir los golpes sonoros, llegué a la cocina alcanzando la botella de agua fría que deje, abierta y vacía, sobre la encimera de madera oscura.

La cocina comunicaba casi frente por frente con el cuarto que ocupaban Rosa, Carla y Ana, que habían dejado ropa en el suelo, y que pude ver, pues la puerta estaba totalmente abierta. Mi mente hizo un pequeño amago de volar cuando sobre la esquina del colchón, que estaba tirado en el suelo, se enroscaba sobre sí misma una prenda minúscula de color blanco. Entré con más sigilo aún y palpé el trozo de tela de algodón, mis dedos rozaron cada centímetro de aquella maravilla suave llevándomelo a la nariz hasta en tres ocasiones. Miré en cajones, armarios y vestidores, me sentía un espía del morbo y tocaba y olía los objetos femeninos hasta sacarle, como los entendidos en vino, la más mínima comparación a cualquier elemento que daba sentido a la existencia de mi olfato.

Atribuía este tanga a Carla, aquellos Culotes a Ana y este magnífico sujetador a Rosa que encajaba con esta talla. Mi vista, marcó un enjambre plasticoso, imitando a un baúl de madera que tendría que ser, no, que era, el cesto de la ropa sucia. Eran numerosas las prendas íntimas femeninas que colgaba sobre mi cuerpo, y no pude más que usar mis sentidos para imitar situaciones casi igual de placenteras que los actos que imaginé.

Pude, y no me arrepiento, lamer el sexo abultado de Carla a través de sus encajes, vi perfectamente a Rosa como subía y bajaba rozándome sus costuras por mi miembro mientras manchaba de saliva el suelo. Ana abría con ambas manos sus nalgas y acompañaba frente al espejo cada embestida con dibujos de vaho.

Era un éxtasis silencioso, un mar de olores que inhalaba aguantándolos en mi boca…

-¡Joder!

Carla me llamaba desde el salón con voz cansada pidiéndome un poco de agua.

Con la boca de nuevo seca por el susto, y una vez deshecho de todas las prendas, le llevé un vaso colmado despacio. Su todavía adormilada cabeza no daba cuenta que derramaba el agua mientras bebía, cayéndole en los pechos brillantes de sudor .

Con el mismo cuidado que con el que me levanté, volví a acurrucarme entre Ana como si nada hubiera pasado, deje caer con suavidad mi mano entre los muslos calientes de ésta, eran las cinco de la tarde, ni un rayo la hubiera despertado.

sábado, 16 de octubre de 2010

TENGO UNA MÁSCARA por María Serrano

Tengo una máscara, nunca la tuve y ahora, la llevo puesta unas cuantas horas al día. No sé si me hace bien, pero me gusta llevarla puesta, ya, me acostumbré.

Me la compré en la esquina opuesta al lugar dónde me crié, en un tenderete semi-techado y semiderruido que encontré mientras caminaba en busca de tulipanes que sembrar. Azules, los buscaba azules o, a lo sumo, magenta; pero encontré un tenderete de disfraces y me gustó tanto, que sucumbí y me compré un antifaz violeta, con pedrería y plumas llamativas y me gasté el dinero de las plantas.

Cuando me lo pongo todo deja de ser, ya no es común ninguna cosa ni ningún ser y salgo de lo real; de este mundo fantástico que me creé ese domingo astuto (el destino, casi siempre, es astuto).

Me gusta disfrutar de los matices que tienen las calles cuando lo llevo colocado encima de los ojos, nada es lo que parece, me gusta repetírmelo… nada, absolutamente nada, es lo que creen los demás. Disfrutar de ello me enloquece y me da para escribir, me acostumbré a esto y me encerré aquí, hasta que dure…

Hay días que cuando me calzo estas plumas efímeras, me encuentro con ella. Es una mujer bella, una desconocida para mí (¡cuánto me gustaría que no lo fuese!), no es muy alta y posee un cuerpo nada convencional (es su cuerpo), los ojos jamás sabría de qué color son porque me da igual esta insignificancia, nunca me fijé (ni creo que lo haga); sólo me deja boquiabierta esa capacidad de caminar mientras sostiene un antifaz tres veces más voluminoso que el mío, me abruma y hace que me convierta en su más acérrima fan, en la humana que más la admira, en la persona capaz de todo por descubrir sus secretos.

Suele tomar café en un bar cercano a mi casa. Sé que le gusta cortado y con algo de azúcar, en taza pequeña (si le ponen taza de desayuno, le amargan el día). Yo la espío siempre que puedo, como ya dije, es mi afán en estos días y, como llevo camuflaje, no importaría que me descubriese, jamás me reconocería.

Me gusta mirarla, con la majestuosidad con la que tintinea la cuchara en la porcelana, mientras desenfoca la vista detrás de su careta voluptuosa (a veces, creo que estoy delante de un espejo, pero no… yo nunca llevaría una máscara con tanta dignidad). Durante el transcurso de mi espionaje, la imagino desnuda, no puedo evitarlo. Con los hombros descubiertos y de espaldas a mi. Si estuviese vestida de cintura para abajo, le quitaría la ropa… despacio… mientras le lamo los omoplatos y le muerdo el tatuaje de la cintura - ¡ñam! –

Ella sigue tomando su café, seria, clavada en la silla y yo, ya voy por su boca; masticándola, loca por comerla rápido y sin tiento, mordiendo… agarrada a su diminuto cuello y espaciando las respiraciones a horcajadas, una encima de la otra… su pecho pequeño contra el mío enorme, acompasadas, en tres por cuatro…

Se levanta altiva y se contonea hasta la barra, rebusca unas monedas en el monedero rojo que le regalaron en Navidad y yo…ya casi en el clímax, me incorporo desde mi asiento de voyeur mientras en mi cabeza, sus manos tocan mi sexo esponjoso y maniatado…sintiendo las palpitaciones en el clítoris, graves…

Abre la puerta en un movimiento seco y me mira frente a frente; me quito la máscara en el arrebato espontáneo del orgasmo, pidiendo más, más, más…

Pero ella, que es la reina de los disfraces, hace como que no me ha visto y se va, ajustándose la goma de su máscara y atusándose las flores que le cuelgan de la barbilla; mientras me deja con el sopor de las yuxtaposiciones medias y el “pum pum” decreciente de una vulva inventada.

jueves, 14 de octubre de 2010

EL OBRADOR DE MARÍA por Nani Canovaca

Con el transcurrir del tiempo, la importancia dada a aquel nombre fue en aumento. Había sido el de su querida abuela y era también el suyo.“María”. De qué modo había significado cuando fue niña. Su abuela le enseñó todo lo que sabía. Ella le contó todos aquellos cuentos de princesas, hadas, nomos, príncipes encantados y animalitos del bosque. Ella, la introdujo en aquel obrador, cuando apenas había cumplido los doce años y le enseñó a derretir aquel sabroso chocolate que cubría los jugosos y deliciosos bizcochos, secreto de familia que en el pueblo de su niñez se diputaban los habitantes y que después, le servirían para ganarse el sustento.

¿Porqué “baño maría” abuela? -le preguntó un día-. La abuela, igual que si se tratara de otro cuento más, le relató el procedimiento del baño maría y como se llegaba a la perfecta consistencia y porqué era aconsejable hacerlo así. ¡Que importante había sido para ella esa palabra y que relevancia le pudo dar a partir de entonces al chocolate fundido, que le dio la estabilidad económica y la sentimental! ¡Que orgullosa y satisfecha se sintió aquel domingo que Alfonso le pidió que preparara un recipiente lleno de chocolate! Ella le miró extrañada. Tenían mucho trabajo por entonces en aquel obrador. Los bizcochos familiares habían trascendido y hubo que trasladarse a la ciudad para ampliar el negocio. Allí distribuían la especialidad a distintas provincias. Tuvieron que aumentar la plantilla de empleados y la producción se hizo tan extensa, que por entonces llegó a ser en ocasiones agobiante el trabajo. Es por eso, que le extrañó la petición de Alfonso. Tanto él como ella, anhelaban un domingo para descansar. De todas maneras no supo negarse, se lo había pedido de aquella manera que le resultaba imposible darle una negativa. Se lo preguntaba infinidad de veces. ¿Qué tenía aquel hombre que la derrotaba? La respuesta que se daba a si misma siempre la achacaba a su mirada, pero la única y verdadera razón es que estaban enamorados. Cuando todo lo tuvo preparado y sumida en todas esas preguntas sin respuesta e intrigada por la petición de Alfonso, le anunció que el chocolate estaba en su punto. En el punto de cobertura que hacían un día tras otro. "Vete al jardín, -le dijo-. Espérame tomando el sol que voy enseguida. No me mires tan extrañada, voy a cubrirte hoy a ti. Desde que te conocí y te vi por vez primera en el obrador, ha sido la fantasía de mi vida y hoy la voy a llevar a cabo". Ella le miró con los ojos muy abiertos y una sonrisa dulce y cariñosa. Se encaminó a la ducha, dejó que el agua tibia le cayera y con una alegría inmensa, se dirigió al jardincito que había en la parte trasera de la casa. Él la esperaba con el recipiente de chocolate tibio sobre una mesita baja. Se miraron con una sonrisa cómplice. Después, todo transcurrió de una forma tierna, dulce, calentita y muy complaciente. Desde entonces, aquel trabajo que a veces se hacía agotador, disipaba el cansancio y la fatiga al derramar el derretido chocolate sobre los bizcochos. La sonrisa se dibujaba en sus rostros y las miradas cruzadas, les relajaba y les invitaba a hacer de su trabajo, una vida más bonita. Desde entonces, supieron hacer de ellos mismos una golosina dulce y amena. Su vida fue a partir de aquel domingo, un delicioso manjar.